Cuando Fernando III de Castilla toma Sevilla arrebatándosela a la dinastía almohade, se encuentra con un amplio sector de la ciudad, el noroeste, poco urbanizado, que funciona como espacio de huertas a intramuros, un terreno de marcado carácter rural en medio del cual los almohades habían construido algunas fincas. En este extremo del conjunto urbano existían, por tanto, terrenos disponibles que el monarca podía ceder a aquellos caballeros que le habían ayudado en la toma de la ciudad. Así, unas “casas” almohades fueron entregadas por el rey santo a su hijo el infante don Fadrique, en cuyo entorno construiría la famosa torre que lleva su nombre.
Caído en desgracia el infante, el espacio pasará de ser un conjunto civil a religioso en 1289, cuando Sancho IV el Bravo cede estas casas a la comunidad de las clarisas para la fundación de su primer convento en Sevilla. El claustro que hoy vemos, de planta cuadrada (casi un exacto 29x29), arquerías peraltadas y columnas de mármol “de Génova” y capiteles de estilo renacentista, es de todos modos y sobre todo obra del siglo XVI, cuando aumenta la comunidad de religiosas debido en gran medida al auge demográfico general que experimenta la ciudad por el monopolio con el comercio con América. Así, durante el Siglo de Oro, el convento de Santa Clara llegó a alcanzar la cifra de 140 monjas, sin contar criadas, etc., en una comunidad jerarquizada con la misma complejidad que la sociedad de su tiempo.
¿Qué queda pues de ese palacio, de esa finca de don Fadrique? El reciente trabajo de los arqueólogos ha revelado que esa residencia se encuentra enmascarada bajo el edificio conventual que hoy ocupa especialmente esta zona del Claustro Mayor. La fuente ocupa por lo demás un espacio que ya desde época almohade parece haber funcionado como un entorno acuático: un patio con alberca y jardín al más puro estilo andalusí que tendría un aspecto similar a los que los señores almohades realizaron por aquellos años en los mismos Reales Alcázares.